Diálogo sin retorno

TRES GRITOS DEL PASADO

En el año de 1974, en la isla de Arecibo en Puerto Rico, salía desde una enorme antena circular de medio kilómetro de diámetro una señal de 1679 bits hacia el espacio infinito con la esperanza de que ésta llegase a alcanzar alguna vez los oídos atentos de una civilización que está, en el mejor de los casos, a miles de años por nacer. Se iniciaba así el proyecto “SETI” (Búsqueda de inteligencia extraterrestre por sus siglas en Inglés) y desde entonces no sólo mandamos señales sino que estamos permanentemente atentos a las voces enviadas con igual intención por alguna civilización que desapareció hace miles de años. En el año 1974 yo tenía 9 años y mi Padre me hablaba del libro “The Galactic Club” en donde el australiano Ronald Bracewell desarrollaba sus teorías sobre el estudio de señales, convencido, como estaba, de la alta probabilidad matemática de existencia de otras formas de vida inteligente.

En el año de 1977 salía el Voyager en un viaje de 75.000 años, rumbo a la estrella más cercana a nuestro sistema solar. Llevaba consigo un disco de oro con una selección de hora y media de duración de música proveniente de varias partes (incluyendo a los Beatles) así como saludos en 55 idiomas. Carl Sagan, el gran creador de esta idea, describió de manera magistral las razones: “El objetivo principal no es el de ser descifrado, por que el hecho de su simple existencia pone de manifiesto la nuestra, así como nuestros esfuerzos por contactar a otras especies inteligentes”.

Lo notable de ambos intentos es que se basan en una necesidad de comunicación que no es bi-direccional por el hecho de que al “comunicarnos” así no estamos ante la espera de respuestas a nuestros mensajes. Tan simple como que con la Física que conocemos hoy en día, resulta imposible por el tiempo que tarda la información en viajar. En el año de 1977 yo tenía 12 años y mi Padre me dijo una frase que quedaría tatuada en mi piel para siempre: “Sumo, la humanidad se ha construido con frases lanzadas con amor suficiente como para no necesitar respuestas. Cuando 2.500 años después leemos a Sócrates o Pitágoras, le estamos rindiendo honores a las frases de hombres a los que ya no les podemos agradecer”

Frase difícil de entender para un cocinero incipiente. Los cocineros somos almas ansiosas, siempre a la espera de retribución inmediata en los diálogos que iniciamos con cada plato que servimos. Es natural, nuestro trabajo consiste en cocinar y es tremendamente difícil para nosotros aceptar que no haya respuestas inmediatas. Ante la ausencia de ellas, salimos y preguntamos “¿te gustó?”, muchas veces cuando ni siquiera ha terminado su bocado el comensal. Esa misma necesidad de respuestas inmediatas es la que ha hecho que admire profundamente a quien no las necesita y a aquellos que han llenado nuestro mundo de voces sin retorno en actos infinitos de amor y casi con envidia les cuento justamente dos de esos diálogos en los que la respuesta es innecesaria.

SR., ¿LE GUSTÓ EL VINAGRE?

La popularidad del vinagre balsámico es asombrosa al punto de que podría considerarse una moda, de hecho lo es. Vinagres de Módena hay muchos pero la mayoría son imitaciones groseras realizadas con apuro, caramelo y estabilizantes para llenar anaqueles destinados a hordas sedientas del elixir agri-dulce.

Vinagre Balsámico Tradizionale di Modena hay muy pocos, al punto de costar unos 15.000 bolívares cada cucharada. Para hacer un vinagre balsámico “como Dios manda” se necesita mosto de uva Trebbiano, barricas hechas con madera de enebro … y sobre todo, tiempo. Un vinagre ni siquiera puede considerarse tal antes de los doce años de envejecimiento, uno muy bueno tiene 50 años envejeciendo. Detengámonos en esos 50 años que para un cocinero son una eternidad de demasiados segundos.

Hacer vinagre bueno es un oficio que como en todos implica transmisión de conocimiento de generación a generación, mucha práctica y sobre todo paciencia para dominar las técnicas necesarias a la perfección. Basándonos en esto, especulemos que ello se logra cuando un productor hipotético tiene 40 años de edad, 20 de ellos dedicados a perfeccionarse. Con pasión enorme y con la satisfacción de saber que ya posee las herramientas técnicas para hacer un gran vinagre, ese artista colocó el mosto en las barrica y se sienta a esperar 50 años. Es aquí en donde entran en juego las feroces probabilidades: ¿Estará vivo ese productor a los 90 años? … probablemente no.

Cada vez que vertimos una cucharada de un precioso vinagre balsámico envejecido 50 años, estamos ante la presencia de un acto de amor infinito: el de alguien al que no le importaba el halago, sólo el legado. Como alguna vez me dijo mi padre, estamos ante la presencia de frases amorosas que no podemos agradecer salvo, en este caso, cocinando bien.

ELLA, ELLOS, NOSOTROS

Ella se dirige a la nevera y escoge con cuidado los ingredientes que va a usar para la cena. Piensa con delicadeza en cada uno de los comensales y debido a ello desecha ideas. Ella pasa el día entero cocinando y con cada cucharón probado se imagina satisfacciones y aparecen angustias silenciosas con cada imperfección. Ella coloca la mesa con esmero pero sobre todo con códigos: en esa casa cada vaso tiene dueño y cada esquina un nombre.

Ellos llegan apurados y se sientan con movimientos entrenados en los que los de la mano que sirve son transparentes. Comen con fruición porque en esa casa todo es sabroso, tan sabroso que permite hablar de lo cotidiano sin necesidad de pensar en la comida. Ella no pegunta si la comida está buena, nunca lo ha hecho. Nunca le ha importado.
Nosotros cocinamos en nuestras casas. Abrimos la nevera y escogemos con cuidado los ingredientes que vamos a usar. Cocinamos ese día platos para recordar y con cada bocado contestamos un diálogo que se inició ya hace unas décadas.

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