¡Si Señor!

Pocos ambientes de trabajo se parecen tanto a los cuarteles como las cocinas de los restaurantes. Existen rangos, los nuevos son carne de cañón de bromas pesadas, la disciplina y los códigos internos son casi imposibles de explicar para quienes no los han vivido y sobre todo, sólo dos palabras le son permitidas a los ayudantes de cocina: ¡si señor! Así se le enseñó el oficio a quienes a su vez me lo enseñaron a mi; así ha sido desde siempre ¿Debe ser militar el sistema de trabajo? Para poder explicar las razones de este férreo régimen primero hay que entender la naturaleza del negocio.

La columna vertebral de un restaurante es justamente la capacidad de repetición obsesiva de los platos que se sirven y cuando hablamos de plato, nos referimos a un amplio concepto que abarca desde la preparación en sí, hasta la vajilla misma. Ni siquiera el cliente sabe las razones exactas por las que se engancha a un plato específico de la carta de un restaurante. Obviamente hay un primer acercamiento determinado por el “está sabroso”, pero luego, intervienen factores más difíciles de precisar. Hay personas que poseen sensibilidad hacia colores específicos y se apegan más a platos con esos registros cromáticos, hay otras a las que les enamora el mundo de las texturas y el sonido y tienden a preferir platos untuosos o crujientes ... Hay personas que sin saberlo regresan porque el pocillo “fashion” de peltre en el que se sirvió la sopa se parece al de su infancia.

Una vez que, después de muchas pruebas, se decide que una receta va a ser un producto de venta, es obligación de la cocina realizarlo cada día de manera idéntica al punto de la testarudez. No solo la receta debe saber igual sino que debe tener la misma textura, los mismo sonidos, ser servida en la misma cantidad, con la misma disposición en el plato, en la misma vajilla y sobre todo con la misma temperatura. Simplemente, no hay manera de saber cual de estos factores es el que ha cincelado la memoria gustativa, de aquel, que meses después regresa con ánimos de repetir una experiencia que ya para ese momento es añoranza.

Los cocineros que deliberan son la pesadilla de las cocinas, permiten que la sopa se sirva en otra vajilla pensando “las de peltre están en el fregadero y total, es la misma cosa”. Por el contrario, los cocineros formados con el chip militar saltan como autómatas a lavar ellos mismos, el pocillo en cuestión, antes de fallar ante una orden directa. Cambiemos el recipiente y más temprano que tarde tendremos a un cliente insatisfecho ante una oferta que no se parece a lo que recordaba. Cuando se abre la puerta de un restaurante, en realidad, se toca la diana que llama a batalla y las guerras sólo se ganan si hay gente dispuesta a seguir órdenes, sin cuestionar sus fundamentos. Cuando se cierra la puerta, llega la hora de cantar victoria y como en todos los cuarteles, comienza la celebración.

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