ELOGIO DEL TACTO-GUSTO

Tratar de generar un concepto claro de lo que llamamos sabor, es labor particularmente engorrosa dadas las múltiples visiones que pueden establecerse del tema. Un fisiólogo seguramente dilucidará la duda hablando de receptores químicos, emparentados con otro sentido básico como es el olfato; nuestras maestras posiblemente simplificarán el tema hablando de 4 sensaciones primarias (dulce, amargo, salado y ácido); un conocedor de la vanguardia teórica nos asombrará con el quinto sabor conocido como umami y los sociólogos sonreirán, porque hace rato que tienen claro que no pueden razonarse fórmulas rígidas para describir, lo que para ellos, es a todas luces un hecho asociado a los vaivenes de la estética, la misma que determina lo que para cada pueblo se considera de buen o de mal gusto. Indudablemente un tema complejo que hay que observar desde todos los ángulos anteriores y en donde, dependiendo de las sensibilidades preferentes del observador, prevalecen aspectos que definen al sabor.

Un aspecto en el que podríamos ensayar unanimidad de criterio, se da si entendemos que el sabor no es más que la interpretación que un colectivo hace de la excitación química del sentido del gusto, asociando un nombre (asado negro) y un criterio subjetivo (sabroso) a lo que entra en la boca. Bastaría con darle manzanas a un niño, decirle que tenga cuidado con ellas porque son venenosas y explicarle que se llaman cambur, para que al probar una manzana diga “este cambur es peligroso”. Ese niño puede reconocer un hecho químico (la señal eléctrica que mandan los receptores), logra diferenciarlo de otros (por eso lo llama cambur) e inserta la sensación en su concepción socio-cultural (es peligroso).

Los últimos años han sido testigos de una explosión en el estudio teórico del sentido del gusto y de su esquivo hermano el sabor. Tratamos de entender sus implicaciones químicas (obtención de sabores artificiales o de sensaciones adictivas), antropológicas (el hombre marca territorio con su manera de comer) y hasta políticas, representadas en discusiones acerca de globalización y pérdida patrimonial. Basarse en los viejos modelos para explicar el gusto resulta insuficiente en un momento histórico en que se han descubierto receptores químicos repartidos en lengua, cielo de la boca y hasta labios, específicos para sabores (las algas y el regaliz entran en este conjunto), cuando es motivo de discusión la influencia del picante (unas lentejas con picante saben diferente) y del entumecimiento (por ejemplo al comer pimienta de Sichuan) o cuando términos como sabor metálico, astringencia o untuosidad, sin lugar a dudas intervienen de manera notable en nuestra particular visión del sabor.

Cada persona posee favoritismos. Puestos a escoger, unos prefieren la comida dulce y otros la agrio-picante. Habrá quienes den preferencia a los sabores aromáticos con retronasalidad (jengibre o mostaza por ejemplo) o quienes deliren con la sensación astringente de los taninos de las uvas, del té o de un cambur pintón. Inclusive existen personas que entienden al sabor como una sensación que debe evolucionar (aftertaste en inglés) y van tras la búsqueda de los sabores que aparecen luego de haber tragado la comida

Ya en el plano personal, mis preferencias siempre han estado en el campo del tacto. El tacto asociado al gusto es causante de buena parte de lo que llamamos de manera esquiva, sabor. Hablar de tacto es hablar de temperatura (no es igual una sopa fría de tomate que una caliente), de frescura (la sensación que produce el mentol), de anestesia (un buen ejemplo se da con el estragón fresco o mordiendo malagueta), de untuosidad (sabe diferente un agua seca que una untuosa) y de peso, ya que no sabe igual un tartar de pescado en donde la carne se cortó en cubos muy pequeños a uno hecho con la carne molida, aunque ambos posean la misma proporción de ingredientes.

El tacto asociado al gusto embriaga. La tortilla de papa es sabrosa en la medida que el popular tubérculo se haya cortado con un tamaño específico y así como para unos el valor del caviar está íntimamente ligado a su escasez, para muchos la seducción viene escondida en el reventar de la tensa capa del huevo hueco de esturión. El placer que genera un sabor puede provenir de muchas partes: comer queso crineja puede ser sabor en conjunto para unos, preferencia por la sal para otros, recuerdo olfativo de infancia o morboso placer de deshilachar para aquellos que consideran al tacto un protagonista.
Crujiente, cremoso, grasoso, pesado, gelatinoso, espeso, duro; son adjetivos que se suman a los expuestos en el párrafo anterior, resumiendo el poder del tacto asociado al gusto. Todos los platos que culturalmente nos definen y que aprendemos a comer, poseen uno de estos valores asociados. No hay poder sobre la tierra que convenza a un venezolano amante de su arepa salada de maíz de capa crujiente luego de ser pasada por leña, para que acepte como buena la popular arepa seca de maíz pilado (y prácticamente carente de sal) que acompaña cada condumio en Colombia … tacto nuevamente.

Comentaba recientemente la pastelera Florencia Rondón, que posiblemente la virulencia que muestran quienes atacan el movimiento de cocina bautizado como cocina molecular, tenga su origen en el hecho de que quienes son adversos a este tipo de cocina pertenecen al grupo de los que consideran al tacto como fundamental. Un muy vanguardista “aire de zanahoria y cardamomo”, puede terminar por ser un hecho sublime para quien entiende al sabor desde la base del olfato o puede ser un adefesio digno de burla para quien la zanahoria no es tal si no cruje cuando se cocina al dente. Interesente perspectiva que logra darle la razón tanto a detractores como amantes.

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