CARACAS, 20 AÑOS DESPUÉS


Esto salió 5 años después de hacerme cocinero, cuando tenía mi restaurante en Mérida (al pulsar sobre la imagen pueden verse los detalles)


En el año de 1989, decidí mudarme a la ciudad de Caracas porque aquí quería hacer la tesis de grado que me garantizara, a la postre, el título de la carrera universitaria que para entonces había escogido como opción de futuro. Venía de haber pasado un par de décadas ideales en las montañas de Mérida, por lo que inevitablemente sentí que el destino me invitaba a navegar en aguas hostiles; más cuando en la primera semana fui testigo de dos asaltos (irónicamente en las dos décadas posteriores no volví a ver otro), me resultó implacable la sequía peatonal de una faz surcada por avenidas sin aceras y me resultó particularmente antipática la obligatoriedad de tener que almorzar una comida a temperatura ambiente, cargada de los aromas del plástico del recipiente que la contenía, hasta llegar a aterrarme pensar que mi destino por los siguientes doce meses iba a estar ligado a la amorfa homogeneidad de proteínas y carbohidratos sin siquiera engalanarse con una copa de vino y un individual que combinara. En ratos de soledad trataba de consolarme comprando un primer cuchillo y dilapidando mis exiguos fondos en alguna tienda de delicatessen o en un libro de cocina.

Basándome en las historias de infancia que cuenta mi madre, puedo afirmar que nací signado por las obsesiones y que, quizás buscando equilibrio mental, decidí enfocarlas todas en dos cosas: oler y cocinar. Por ello para conjurar la frustración, rápidamente repliqué en el pequeño anexo en el que vivía una versión bonsái de mi antigua cocina y allí me ensimismé. Los días iban entre los números que rasgaba en papeles imposibles y una fascinante competencia en donde yo era el único competidor: cada día mi vianda de estudiante universitario tenía que ser perfecta.

El encierro en una cocina se inicia al aire libre visitando primero los mercados y luego las bodegas. Allí comenzó una lenta estocada final que hizo que me enamorara de esta ciudad. Caracas pasó, a partir de ese momento, de adversaria a recipiente de olores fascinantes. ¡Ya no importaban las aceras interrumpidas en una ciudad mosaico de olores! Me faltaría una vida para nadar seguro en las autopistas de olores que unían mangos en flor con mercados principales y fluir en calles intrincadas que cambiaban de ubicación a medida que se mudaban los vendedores ambulantes de urbanización en urbanización. Descubrí la mayor sensualidad que puede brindar un lugar cosmopolita: el olor de cada mañana, no se puede predecir.

Renato Iraldi se llama quien en ese año ejercía la tutela de mi trabajo. Mis nuevos caminos torcieron también los que me llevaban a él y nuestras conversaciones cargadas de palabras como Meissner o ecuación de London, comenzaron a llenarse de recetas para hacer pan de albahaca y del descubrimiento de los árboles de pomagás que quedan en la entrada de la facultad de Ciencias de la UCV.

Una cosa fue llevando a la otra, y a mediados de ese año, en medio del fragor de mi tesis, me encontré trabajando en un restaurante. La historia de cómo llegué allí es larga, pero baste decir que era la primera vez en mi vida que pisaba la cocina de un restaurante y por lo tanto la primera en que me codeaba con cocineros de pulcras chaquetas blancas y baratos botones negros. A partir de ese momento la ciudad se me antojó como el resumen de la opulencia. En esa cocina olí por primera vez el vaho dulzón de las langostas, aprendí a diferenciar con los ojos cerrados los diferentes tipos de mostaza, la grasa de pato se me impregnó indeleble y me provocaba dormir con la filipina porque en ella estaba impregnado el olor de cada minuto pasado en la cocina. Por esos días, puedo afirmar, que desde un trampolín me lanzaron hacia la felicidad y por suerte yo, como buen andino, no sabía nadar. Era el 11 de junio amigo lector, es decir el jueves pasado cumplí 20 años metidos en las mazmorras calientes que escogí por casa. Si creemos que la luna sale los domingos, pensemos entonces que los 20 años se cumplen hoy porque ese día también era domingo. Ese día yo rellenaba calamares con una mousse de ají dulce en un almuerzo privado encargado a mi chef. Era mi primer día del resto y no podía saberlo.

Vengo de una generación universitaria en la que 25 años de trabajo eran sinónimos de jubilación. Hice en estos 20 años más de lo que soñé ese domingo. He visto como crece el movimiento gastronómico a mi alrededor con velocidad vertiginosa y lo que espero apenas comienza. Lo más rico: me acerco a los 25 de trabajo y no me siento jubilable.

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