Olivia va regando semillas

Olivia vive en mi casa desde hace varios años. Una negra grande (y extremadamente malhumorada), que pasó de los sesenta, a la que se le va desdibujando de la memoria la muy impresionante historia de su viaje por estaciones de miedo, hasta que la dejaron sin maleta y sola, botada en Los Teques hace casi tres décadas, cuando ya era una mujer de 40 años. “De Barbacoa-Nariño, en Pasto, es que soy yo señor Sumito, pero viví en Tumaco-Buena Aventura (siempre los dice pegaditos) que es donde las casas tienen al agua por debajo y no hay tierra sino arena”, me repite con rutina que me hace falta oír a diario. Me se de memoria el recorrido que hizo desde las costas del pacífico colombiano hasta los vericuetos de La Vega en Caracas, y de recorrerlo en un mapa, puedo imaginarme un camino tapizado de flores, auyamas y tomates… porque Olivia, por donde camina, va regando semillas.

Cuando vamos al mercado juntos, la veo escudriñar atenta a las auyamas partidas en dos hasta que se enamora de una. La escogida tendrá un destino indefectible: su interior será rasgado por la pala de sus manos hasta robarle tantas semillas como sea posible, ante la mirada atónita de la vendedora que no se atreve a chistar ante la imponencia desafiante que la reta. Del mercado, suelo descargar bolsas mientras la veo a ella vaciar sus bolsillos. Me gusta cocinar cuando estoy con ella cerca, no sólo por oírle historias, que aunque se que le sucedieron de verdad, me resultan tan ajenas que me siento el mismo rey Shahriar siendo seducido por una Sherezade colombiana; me gusta, también, porque me divierte verla recogiendo detrás de mi las semillas de ají dulce que voy picando, cortándole la cabeza a una piña o robándome un tomate de árbol (hasta ahora ella cree que no me he dado cuenta) para podrirlo porque “así nacen mejor, señor Sumito”

El jardín de mi casa es un almácigo gigante que se ha ido poblando con un barroquismo desordenado totalmente alejado a la rigurosidad de un invernadero de Versalles, pareciéndose cada vez más a selvas que nunca he visitado. En unos potecitos de esa esquina están los retoños de dos hojas de la auyama, un poco más allá un monte rastrero que ella insiste que es ají, la horqueta de un árbol de mango resguarda una fruta que se pudre, un tobo de basura viejo que doy por perdido, funge de piscina para unos retoños que comienzan a parir su medusa de raíces, un tomate que no sale del vértigo insiste en abrazarse a un nudoso palo de monte enterrado. No es jardinera mi amiga Olivia. No puede serlo quien suele mirar con indiferencia estudiada mis embates por convencerla de sembrar plantas ornamentales. Olivia es sembradora, es recolectora, a su paso espera lograr vida que de vida. Sobre todo, Olivia es como un pájaro que por donde pasa transporta semillas que habrán de revertir eriales.

Me gusta que esté ajena a mis angustias. Nunca le he hablado de un mundo tan desquiciado, que ahora tiene que plantearse bancos de semillas que funjan de aval hipotecario ante el Apocalipsis ecológico. No pretendo que me crea que fitogenético, de tan nueva, es una palabra que aún no sale en los diccionarios o que por culpa de Monsanto ahora es necesario que las escuelas de sociología analicen lo que por obvio no tendría ni que nombrarse: que las semillas son un patrimonio de los pueblos. No le digo a Olivia que las aves están migrando o los polinizadores desapareciendo, sencillamente porque no podría creerme alguien que las ve cada mañana picoteando sus frutas panza desnuda hacia el sol y que no mata una abeja porque no es pendeja. Olivia no sabe que cuando los españoles llegaron a México, se encontraron con más de 300 variedades de tomate y que ahora unos locos hippies, incapaces de generar credibilidad en medio de la borrachera de los monocultivos, patean angustiados tierras aisladas tras la búsqueda de lo extinto.

Y la veo caminar. Y a ratos me hago la imagen de una caricatura en technicolor a la manera de Yellow Submarine, en donde en ángulo cenital se ve la caricatura de una saltarina negra que tolera el camino de desiertos amarillos, mientras de su tapara seca va soltando semillas por doquier. La cámara se aleja y vemos delante de ella el amarillo muerte-desierto y detrás de ella un camino en crecimiento incontenible, de frutas y pájaros perseguidores.

¿Es hippie? ¿Es utópico?... quizás, pero quiero ser como Olivia.

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