AUTOBIOGRAFÍA


Muchos son los momentos a los que le conferimos el honor de ser primigenios, casi siempre porque en nuestro inconciente poseemos la certeza de que se trata de experiencias irrepetibles. Decimos “la primera vez que fui veloz” o “la primera vez que bucee” para conferirle dramatismo a lo inédito y porque suponemos que no se repetirán los soplos (al menos con la frecuencia que desearíamos) de aquello a lo que le hemos conferido el aura del azar, del arrojo o de la iniciación. Es extraño, pero primera vez semánticamente pareciera preveer una sucesión y en cambio lo vemos usualmente como un cisma. Posiblemente, es detrás de este hecho (alojado en nuestro traicionero subconsciente) que radica la fascinación inexplicable y atractiva que tenemos hacia el acto hedónico de comer.

El poder evocador que posee la cocina con su carga tremenda de sabores y sobre todo olores, le confiere al trance mismo de comer la posibilidad envidiable de muchas primeras veces, replicando hasta el infinito el placer de lo estrenado. Existe obviamente el instante exploratorio representado en el momento en que probamos por primera vez algún alimento. Independientemente, de la valía cuantitativa que podamos conferirle en nuestra escala de valores, se tratará indudablemente de un momento para recordar. Pero luego de la obviedad comienzan a florecer las sutilezas.

Muchas veces probar un alimento posee el poder maravilloso de volvernos adultos. Se trata del momento inmenso del primer café, del primer sorbo de cerveza ofrecido con naturalidad o de la primera vez que los camarones con salsa de parchita y las lonjas de jamón serrano de la mesa adulta ya no resultan inalcanzables.

Muchas veces la primera vez ha sido esperada, pensada, saboreada con la anticipación de un amante platónico. Se trata de platos que hemos recreado mil veces en actos de sinestesia que nos permiten saborear los colores y las palabras que otros le confieren a nuestro objeto del deseo y un día nos topamos con la carnosidad de una langosta y estupefactos decimos: ¡yo sabía que era dulce!

Pero la expectativa también es hermana de la frustración, especialmente cuando nos toca comer para integrarnos o como rito de iniciación en las escalas sociales ¡Siempre habrá una primera vez para comer trufa, caviar, champaña, sushi! Decepción tras decepción. Trufa que no nos sabe a nada, caviar salado, champaña que huele a fermento, sushi que produce arcadas; hasta que entendemos los placeres que surgen desde el entrenamiento. Nacen la trufa que huele a gloria, el caviar que explota minúsculo entre los incisivos, la champaña que embriaga con su burbujeo pétillant o la perfecta simplicidad del sushi.

A veces un plato por primera vez nos vuelve seres curiosos. Nos enloquece su concepto, su manera de ser. Una vez aprobado y entendido, somos capaces de lanzarnos como aves rapaces, primero sobre los secretos de su receta, y luego sobre los modos de vida de quienes lo inventaron. Es la vez que compramos por casualidad un embutido y lo comemos con displicencia, para encontrarnos en un mar inesperado que, imperiosamente no lleva a querer saber hasta el árbol genealógico de los artesanos que lo hicieron. Se trata del momento en que la conversación casual de mesa es interrumpida por el sonoro silencio que impone la cucharada inesperada, perfecta. Seducción pura y simple de la mano callosa invisible.

A veces el plato termina por ser una primera vez que da miedo por poseer la virtud indescifrable de aquello que, aunque ajeno, podemos intuir como perfecto. Llega a nosotros, nos gusta, no entendemos ni siquiera la etiqueta o la ergonomía que exige, nos seduce y es capaz de rodearnos. Nos preguntamos “¿Cómo lo hizo?” Y bajamos la cabeza humildemente ante la sapiencia decantada, infinita. Muchas veces un plato así le tuerce la vida a un ser, al punto de hacerle cambiar de profesión.

Momento gastronómico hermoso aquel que parimos. A ratos no pasa de ser el malabarismo de lograr por primera lo esquivo. Nuestra primera terrine, el primer asado negro con corrección, la primera vez que nuestro arroz blanco es aplaudido con admiración y envidia… pero también parir significa derrumbar el muro escéptico de un maestro, hasta lograr de él un asentimiento cómplice que es capaz de graduarnos y entender los colores del amanecer desde una perspectiva más brillante.

Y a veces, la primera vez no viene exenta de su cuota clandestina y termina por ser una sorpresa. Una de esas que nos hace sonreír en secreto.

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