DIJO: "APRENDAN A COCINAR"... Y SE HIZO EL HOMBRE


Que el dominio del fuego nos volvió humanos, es un concepto masivamente aceptado por especialistas. Otra cosa es decir que dominar el fuego nos moldeó hasta volvernos físicamente como somos. Esa es la increíble hipótesis que expone el primatólogo (estudio científico de los primates) Richard Wrangham en su libro "Catching Fire". Libro que lamentablemente aún no ha sido traducido a nuestro idioma.

Somos la especie con el cerebro más grande y siempre se pensó que el gran salto en la evolución que nos arrojó a las estepas con una cavidad craneal más grande, ya bautizados como Homo Sapiens y con este mismo cuerpo que hoy exhibimos (separándonos del Homo Habilis), se dio desde el momento en que comenzamos a consumir masivamente proteínas. Es decir, una vez que pasamos de ser comedores de follaje y frutas a ávidos buscadores de carne. Bajo este esquema de pensamiento, el dominio del fuego como logro tecnológico fue una consecuencia de nuestra estrenada inteligencia.

Apunta el autor, que el primer escollo para sustentar la teoría imperante se encuentra en el hecho de que ante una dieta 100% cruda, para poder lograr la energía necesaria para vivir tendríamos que pasar la mitad de nuestro día masticando (como lo hacen hoy en día los primates), quedando muy poco espacio libre para actividades altamente demandantes como cazar. Sin dejar de lado el hecho de que masticar y digerir un trozo grande entero de carne cruda es tarea particularmente laboriosa. De allí que todo fósil encontrado en la cadena evolutiva tiene una quijada diseñada para masticar por horas y costillas prestas a contener un sistema digestivo enorme, capaz de resistir el tiempo que se le exigía para digerir.

Mediante múltiples experimentos que arrojan conclusiones irrebatibles, se ha demostrado que cualquier alimento cocido aporta considerablemente más energía que el mismo consumido crudo (¡Un huevo cocido 40% más que uno crudo y una papa casi 100% !), en algunos casos porque transformaciones de gelatinización debido a la temperatura los vuelven más metabolizables, y en otros debido a que al ablandarse se le exige menos energía al cuerpo para digerirlos. Prácticamente todos los animales, puestos a escoger, prefieren comer comida cocida y está demostrado que una vez que lo hacen, emplean mucho menos tiempo masticando o tratando de procurarse alimento.

Especula Wrangham, que posiblemente nuestros ancestros evolutivos inicialmente fueron consumidores de frutas y follaje, para luego pasar a escarbar la tierra y toparse con el más energético almidón. Ya antes del dominio del fuego, existen evidencias de que nos volvimos comedores de carne cruda, y se sabe que con esta dieta de energía en aumento hubo un primer cambio en el tamaño del cerebro. Lo importante de la hipótesis de Wrangham es que plantea que de habernos quedado comedores de carne cruda hubiésemos tenido que emplear horas en masticar y digerir (negándonos el necesario tiempo libre para organizarnos socialmente) y no podríamos haber logrado la ingesta energética necesaria para alimentar nuestro actual cerebro; uno que con sólo 2,5% de nuestro peso, exige 20% de la energía de lo que consumimos.

A partir de esa conclusión, asume el autor que nuestro ancestro el Homo Habilis debió haber aprendido a cocinar ya que sólo a través de la masiva ingesta calórica y el tiempo libre logrado gracias a ello, es que pudieron darse la condiciones para evolucionar físicamente a lo que hoy somos. Es decir, el autor sitúa el momento histórico del dominio del fuego cientos de miles de años detrás de lo que hoy se asume. Una vez que comenzó a sobrar energía gracias a la cocina, ya no fue necesario un sistema digestivo tan grande, dientes enormes y quijada hercúlea. Como todo en evolución: Un comedor eficiente energéticamente tiene mayores probabilidades de tener hijos que otros... Y energía sobrante para poder alimentar un cerebro más grande.

No tener que pasar la mitad del día masticando (se calcula que actualmente el hombre apenas emplea 8% de su tiempo en alimentarse) nos dio tiempo para generar la estructura social que llevaría a una complementaria división sexual del trabajo que nos ha convertido no solo en la única especie que cocina sus alimentos, sino la única en la que hembra y macho procuran alimentos diferentes y luego los comparten. Podía irse el hombre a cazar jornadas enteras sin comer, con la seguridad de que al regreso le esperaba una fuente de energía caliente y consentidora.

Pareciera entonces que el polvo y la costilla que nos moldearon fueron las de unos valientes cocineros. Pareciera que cuando fuimos hombres y mujeres, ya sabíamos cocinar.

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