394 Las manos de Onías

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I
A mediados de año las lomas del páramo en Mucuchíes se pintan de un amarillo testarudo. Es lo que los campesinos llaman nabo, aunque de nabo no tiene nada. Se trata de un tipo de mostaza con hojas y semillas comestibles que ya nadie siembra. Parece un campo de trigo coronado con unas flores pequeñas de color amarillo intenso. Es como si gritara su resistencia ante la andanada de semillas y agroquímicos importados por doquier que envenenan milímetro a milímetro la tierra andina. Esparciéndose sin permiso motea de amarillo en medio de sembradíos de papa, de ajo, de brócoli.
Antiguamente los campesinos tostaban la minúscula semilla negra que da el nabo del páramo y la molían con cebolla, sal y, a veces, con algo de comino. Este polvo se llama saní y se usaba casi exclusimente para comer con papas hervidas. Antiguamente (¡siempre antiguamente!) las hojas se salteaban como cualquier acelga y con ese guiso se rellenaban pasteles hechos con harina de trigo integral. Hoy nadie recuerda para qué sirve la hoja y se pueden contar quienes siguen haciendo saní. Pero allí está esa alfombra amarilla, esa maleza pictórica que se cuela entre robustas y envenenadas papas nacidas de unas semillas que los campesinos deben comprar porque los hicieron olvidar que alguna vez fueron garantes de sus propias semillas. Allí están esas flores amarillas cantando, con su vaivén hermanado con el viento que las cepilla y les recuerda que alguna vez en esos helados páramos había trigo para hacerles compañía y unas papas moradas como nazarenos que ahora los científicos llaman con el pedante adjetivo de nativas, a la vez que las guardan como un tesoro derrotado por esa masacre que son los monocultivos.
A lo largo de los 60 kilómetros que separan a la ciudad de Mérida del Páramo de Angostura, en las paredes de algunas casas se ve pintada la publicidad del herbicida Roundup, de la compañía Monsanto. La velocidad máxima a la que se puede ir en esas montañas es de 40 kilómetros por hora, así que da tiempo de sobra para ver los colores verdes del famoso veneno desmalezador. Es una ironía horrible que yo esté camino a entrevistar a Onías Rivera y que ése sea el letrero que me reciba.
II
— Ellos creen que estoy loco…
Me lo dice Onías Rivera mientras camina entre sus tres hectáreas sembradas, mientras señala con disimulo hacia unos agricultores que, treinta metros cerro arriba, están en la labor de sembrar su tierra. Lo dice sin rabia, sin melancolía…
— Ellos creen que estoy loco —me repite.
Ante la geométrica perfección de los sembradíos vecinos, las tres hectáreas de Onías parecen la anarquía. Un desorden, parches de colores que parecen un cubrecama hecho de retazos. Eso es lo que parecen las tres hectáreas de Onías cuando se les compara con las sábanas monocromáticas de sus vecinos. Arriba, tres hectáreas de brócoli verde pulido, dignas de un jardín de palacio, son las  vecinas de estas tres hectáreas, dignas de una exhibición de bodega mal arreglada.
— Dicen que estoy loco porque no echo desmalezador químico para matar la yerba mala y sembrar luego. Lo dicen porque parte de la siembra la destino para semilla en vez de comprarlas. Mire…
Onías levanta un montículo de maleza: con sus manos escarba la tierra y a unos diez centímetros se ven un par de semillas de haba con un germen naciente que no llega al centímetro. Es casi una contradicción el contraste entre el gesto absolutamente amoroso, maternal, de Onías mientras ve a las semillas y sus manos ennegrecidas de campesino. La tapa con mucho cuidado y sigue hablando. Me impresiona que haya sabido exactamente en dónde escarbar para conseguir esa pequeña incubadora de vida.
— Esas habas crecerán por encima de esa maleza y se enredarán en el maíz que les puse a un lado. No veo por qué matar a esa maleza. Ella también quiere vivir.
Cama, cuna, casa futura: respeto por la vida. Todo eso parece resumir Onías con su gesto.
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Seguimos caminando y Onías arranca lo que consigue en su entorno inmediato. Una hoja grande de mostaza por acá, otra de habas por allá, una de yerbabuena, flores de borraja y una hoja ácida que llamó cizaña. Las enrolla todas, como en un tabaco, y va masticando. A partir de ese momento, mientras caminaba a su lado, todo el tiempo que duró la entrevista Onías estuvo masticando hojas. Arrancaba una y comía. Arrancaba otra y comía.
— A mí me gusta comer hojas…
— ¿Eres vegetariano? —le pregunto. Se sonríe burlón y me deja con la duda.
Seguimos caminando y me muestra unas flores. Son papas. Hunde las manos en la tierra y saca un manojo enredado con cinco papas. Amarillas, grandes… de semilla importada.
— ¿Sabe cuántas rondas de veneno le han echado a las papas del terreno de arriba? ¡Veintiuna! —contesta él mismo— ¿Y sabe cuántas veces le puse veneno a éstas? ¡Ni una sola vez! —vuelve a contestarse.
—¿Cómo logras no ponerle veneno?
Le hago esa pregunta en un ejercicio retórico, porque estoy allí justamente para eso: manejé hora y media por la montaña para testimoniar la magia de Onías.
— No les pongo veneno porque aquí todas las plantas se protegen entre sí. Son como una familia. Así vi sembrar a mi abuelo en estas mismas tierras y viví los tiempos de mi padre cuando los isleños —ésas fueron las palabras que usó— empezaron a vender semillas y veneno. Y entonces aquí más nadie volvió a guardar sus propias semillas ni a comer de su tierra. Fíjese: aquí hay gente que tiene un pequeño patio con siembra sin veneno para la casa, ¡porque lo que siembran para vender no se lo comen ni ellos mismos!
Onías lo dice y siento escalofríos ante un retrato tan brutal de lo que somos y, sobre todo, de lo que hemos dejado de ser. Alcachofa, tomillo, cebollín, maíz, yerbabuena, habas, trigo, mostaza, papas importadas, papas andinas… no recuerdo todo lo que había en ese terreno, sólo sé que eran muchas cosas.
III
Onías no se parece a eso que los citadinos creen que son los campesinos. No se parece porque al parecer los de la ciudad necesitamos que los campesinos parezcan pobres. Cuando me di cuenta de que pensé eso por un momento —pensar eso: “no se parece a los campesinos”— me dio una vergüenza tremenda. Debe tener unos cuarenta años y tiene tres hijas y tres hijos. Con cinco de ellos y su esposa siembra la tierra. “La más pequeña sólo tiene tres años, pero ya me acompaña a ordeñar”, me dice. Tiene una tierra que da más que suficiente para que coman los ocho y para bajar una vez a la semana a vender al Mercado de Mérida. No sabe qué venderá: cada semana la tierra es la que le informa qué es lo que está listo.
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Me invita a su casa. Su esposa y las hijas han hecho almuerzo: papas “nativas” con saní, pasteles de trigo criollo rellenos de hojas mostaza salteada, ensalada de cuanta hoja y flor pueda imaginar con un poco de miel que ellos mismos producen, queso y mantequilla hechos por ellos, infusiones de otras tantas hojas más. Me da una envidia tremenda descubrir que hay gente que es autosuficiente. La casa es bastante modesta para los estándares citadinos, pero luteranamente funcional. Es un sitio que parece huirle a los sobrantes. Hace bastante frío y puedo intuir que las noches allí deben ser duras para alguien como yo, pero al mismo tiempo se respira una armonía que hace pensar que vivir allí es posible. Durante un par de minutos acaricio la fantasía.
Nos sentamos a la mesa. Alrededor, parados, dos de sus tres hijas, dos de sus tres hijos y la esposa con la pequeña en brazos. Lo entrevisto durante tres cuartos de hora y lo veo cómodo. Se nota que es mucho lo que quiere decir y no quiere perder tiempo.
La lucha de Onías es por la salud de su familia, por amor a la tierra, por amor al prójimo, porque le consta que se puede hacer dinero sin envenenar a nadie, porque sabe que su abuelo tenía razón.
Onías es un testarudo. Un irreductible.
Apago la grabadora y, como si fuese algo casual, me comenta:
— Mi hijo y yo estuvimos hace dos años en Nepal…
Lo dice mientras señala al muchacho de unos 15 años que nos acompañó mientras caminábamos el sembradío y sabe el golpe de efecto que ha tenido su comentario. Sabe que me lo ha dicho ya con la grabadora apagada y eso lo divierte. Mis ojos abiertos con asombro a más no poder deben delatarme. Me cuenta que el escalador Marcus Tobía tiene una fundación llamada Niños en la Cumbre que ha llevado niños de Venezuela al Tibet y traído niños de allá a Venezuela. Me cuenta cómo una vez, caminando por estas montañas, lo conoció y así comenzó una cadena de eventos que lo llevaron a Nepal.
— ¡¿Tienes fotos?!
Mi pregunta, honestamente, ya no forma parte de la entrevista. Siempre he soñado con conocer Nepal y Tíbet y saber que estoy al lado de alguien que ya caminó esas montañas me saca de mi rol.
Su hija mayor regresa de un cuarto con una laptop. Nos ponemos a ver fotos. Deben haberlas visto cientos de veces y aun así es obvia la reverencia de toda la familia mientras las van pasando. Hablan poco. No es una de esas ocasiones en las que el anfitrión cuenta los detalles del momento en que se tomó cada foto. Apenas contestan si yo hago una pregunta.
En una foto se ve claramente a unos campesinos tibetanos con papas a un lado. Onías se detiene en la foto y nos cuenta que allá las entierran varios metros bajo la tierra helada para conservarlas.
— Papá, ¿allá también les echan veneno? —pregunta una de las hijas.
Y a mí me entran unas ganas tremendas de llorar. Son de verdad. Quiero pellizcarme para tener la certeza de que son de verdad.

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