396 EL IMPERIO DE LOS SENTIDOS

El imperio de los sentidos; por Sumito Estévez 640
Cuando llega la hora del discurso gastronómico entendido como uno de los pilares de la construcción de nuestra identidad, las abuelas cobran un protagonismo absoluto.
La identidad está ligada a la tradición. Los ritos no se construyen de la noche a la mañana, de allí que sea lógico el nervio que exhibe la gente cuando es sometida a la angustiante posibilidad de algo moderno en la cocina. Vanagloriarse con las innovaciones gastronómicas para muchos es como si matáramos el legado de esas abuelas que pacientemente pasaron un testigo cultural con la esperanza de que no fuese mancillado. Y eso se instala en la psique colectiva como una visión de la cocina cargada de un romanticismo que a veces puede ser hasta empalagoso y caricaturesco: los cocineros son regordetes, bonachones y tienen bigote; los dueños de los restaurantes van cada mañana al mercado; un chef se suicida si un cliente importante no queda satisfecho o lo mata si le puso kétchup a la pasta. E incluso más allá: los cocineros vistos como sacerdotes que, mediante códigos secretos trasmitidos oralmente, dominan una alquimia centenaria que preservan en humeantes pucheros de barro.
Todas son escenas muy bonitas como para venir a atravesar en medio de ellas un horno microondas.
Pero la cocina no es un oficio inmutable ni puede estar negada a nuevas influencias en un acto de terco conservadurismo. No es un conjunto profesional impermeable a los cambios tecnológicos y nunca lo ha sido. No lo fue cuando a mediados del siglo XIX le pusieron termostato a los hornos ni cien años después cuando irrumpieron las licuadoras y los procesadores de alimentos en la vida cotidiana.
Por donde uno mire en nuestras cocinas hay alguna conquista de la tecnología que nuestros abuelos ni siquiera soñaban. Hasta la omnipresente y anónima nevera es tan reciente en nuestras vidas que el poeta Aquiles Nazoa inicia su poema “Lo que abunda” contando cómo “La señora Paquita de la Masa,/ ricacha de esta era,/ se compró hace algún tiempo una nevera/ y la instaló en la sala de su casa, en donde se la ve todo el que pasa”.
¡La nevera había que exhibirla por rara!
Es cierto que los cambios tecnológicos fueron muy pocos a lo largo de muchos años. Una vez afianzadas las tecnologías del barro y el hierro por la humanidad, todas las técnicas de cocción quedaron asentadas y los utensilios variaron muy poco. Técnicamente hablando, la cocina de alguien del siglo XVIII no era muy diferente a la de alguien del siglo V antes de Cristo: barro, hierro, cobre, madera y carbón.
La irrupción de la electricidad, del gas y más recientemente del plástico removió cimientos que se creían inamovibles. Y todavía hay quien no se acostumbra.
De repente resultó válido experimentar con nuevos aparatos para la cocina y cada uno de esos aparatos abrió posibilidades hasta entonces insospechadas, trayendo como consecuencia un nuevo recetario.
Al principio toda innovación tecnológica era utilitaria y su implementación se establecía para aligerar la carga de trabajo. Nuestras madres sabían hacer quesillos y tortas, pero con una licuadora y un termostato que fijara la temperatura en los hornos el trabajo resultó más fácil. Ningún cambio era particularmente agresivo. Una batidora de aspas eléctricas se parecía bastante a la de mano y una nevera no era otra cosa que un cajón frío. Sin histeria. Sin miedo.
Los nervios arrancaron con la olla se presión. Desde que el hombre entendió las leyes de la termodinámica sabía que a altas presiones era posible lograr una cocción húmeda muy por encima de los 100º C, ésa que permite que el agua hierva. Pero de allí a hacerlo en la tranquilidad hogareña había un paso enorme que no se dio sino hasta la década de los años 40 del siglo pasado. Y el hallazgo pasó a ser de uso masivo ya entrados los setenta.
Ni yo que soy cocinero y que nací cuando ya existían las ollas express he dejado de tenerles miedo.
Pero la verdadera histeria llegó con el horno microondas. La sola explicación que da la web de ellos produce piquiña y nos aleja de la imagen romántica de la cocina: “Un horno de microondas es un electrodoméstico usado en la cocina para calentar alimentos que funciona mediante la generación de ondas electromagnéticas en la frecuencia de las microondas, en torno a los 2,45 GHz”.
Y entonces decirse: “¡En serio así no provoca cocinar un pastel chucho!” o “¡Dios santo! ¡Eso da cáncer y deja estériles a los hombres que paseen sus intimidades frente a la puerta del horno!”. Lo decían y lo dicen muchos. Es tal su infundada mala fama que aún hoy en día, cuando lo recomiendo en mis talleres, invariablemente alguien me aconseja que no lo haga porque es dañino.
En 1947, cuando salió al mercado el primero de los hornos microondas, pesaban 80 kilos y costaban cinco mil dólares. Y fue así hasta la década de los ochenta, cuando se volvió masivo. Entonces se gestó una revolución silenciosa en la cocina: por primera vez en milenios un aparato habría nuevas posibilidades técnicas y su uso producía un nuevo recetario. Ya no se trataba solamente de aligerar la carga de trabajo con cosas como descongelar más rápido, recalentar sin ensuciar ollas, nuevas formas de comer, nuevos horarios y recetas inéditas, todo impuesto por ese aparato.
Se abría la caja de pandora.
En este momento existen un montón de aparatos y formas de cocción que ya son usuales y hasta norma en los restaurantes. Incluso están a punto de saltar a la cotidianidad de nuestros hogares. Nombres como thermomix, pacojet, sifón, abatidor, silicona, liofilizador o robot coupe son relativamente cotidianos para cualquier cocinero. Y cada uno de esos aparatos está forjando nuevas maneras de hacer las cosas.
Es así como una nueva estética y una nueva semántica se impone.
En todas las épocas hay tecnología y la cocina no puede escapar de eso. Los cocineros también usan celulares y navegan en Internet. Quizás en estos años ha sido todo muy violento. Masivo. Avasallante. En el fondo ni el público ni los cocineros están cómodos.
Nadie puede estarlo si no tiene el tiempo necesario para asentar un cambio.
A mí me encanta la nueva cocina. Me gusta por lúdica, por conceptual y por militante. Pero personalmente resiento el cambio de lenguaje de las nuevas generaciones de cocineros a la hora de explicar sus creaciones. Me hacen falta los sentidos. Me parece que los sentidos han sido los grandes perdedores en una batalla lingüística donde piel, nariz, oído, ojos y lengua no tienen cabida.
Es casi una norma ver a los cocineros vendiendo un buen cochinillo diciendo que es “un cochinillo cocido durante 27 horas en sous vide a 63º C y regenerado al momento del servicio”. En serio: no hay ni una palabra en chiste en esta cita. ¡Y lo explican como si de verdad eso le interesara al cliente! La espectacularidad de una esfera que al morderse explota en un líquido sensual hoy es reducida a palabras como “alginato sódico” o “cloruro cálcico”, dichas orgullosas por un cocinero justo cuando se la sirve a su comensal.
Palabras como crujiente (oído), untuoso (piel), brillante (ojos), agridulce (lengua) o aromático (nariz) han desparecido porque hoy todo se habla en términos de tabla periódica, tiempo, volumen y temperatura.
Que la técnica de sous vide es genial para hacer un cochinillo no se pone en duda. Pero sería más lindo que un cliente emocionado le preguntara “¿Cómo lo lograste?” y entonces ahí apareciera la explicación. No al revés.
En la playa, en mi Margarita amada, me gusta pedir catalana frita con tostones. Y creo que lloraré el día que con los pies en la arena me tenga que comer “Una pesca del día frita en aceite de maní refinado a 194º C durante 19 minutos, acompañado de ruedas de plátano verde de centímetro y medio tratadas con una técnica de doble cocción con gelatinización en aceite a 58º C y dorado en el punto de Maillard a 180º C”.
Y les juro que el texto anterior está estrictamente apegado a la verdad técnica.
Es probable que, cuando decantemos esta estupefacción que nos produce la tecnología y que tiene a la humanidad hablando como en un mal guión de una película futurista, volvamos a recordar el viejo imperio de los sentidos.
Mientras tanto estoy huérfano de voces que me recuerden que la comida suena, huele y brilla.

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